En aquella empresa discográfica éramos cinco mujeres y tres hombres. Pero aquellos tres hombres valían por nosotras cinco y alguna más. Y se rascaban los huevos. O debo decir “guevos”? ¡Y cómo se rascaban! Y esa rascadera a mi me enfermaba. ¡Y cómo!
Lo peor de todo era que lo hacían frente a uno así, como si nada, tan al natural… y una sin saber qué hacer, intentando sostener la mirada en el rostro de ellos así, como si nada, tan al natural.
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En la soledad de mi oficina les mentaba la madre. Entonces me sentía fatal por ese pensamiento tan malvado y me perdía mentalmente en el ejercicio de buscarle alguna explicación, o por lo menos justificación. ¡Dito! ¿Será que les pica? ¿Será que necesitan chequear que no se les han perdido? ¿Será que al hacerlo se les estimulan las neuronas?
Un día no pude más y convoqué a una reunión femenina de emergencia y urgencia en mi oficina. Era como un junte de tronquistas en la Kennedy. Sin pelos en la lengua. Sin misericordia. Abrí la boca e ipso facto encontré solidaridad. Eramos cinco las enfermas con la rascadera de huevos.
Entonces puse en marcha un plan maquiavélico que fue secundado de inmediato por mis compañeras. Lo llevaríamos a cabo esa misma tarde, en la reunión de staff en la oficina del presidente. Había llegado nuestro momento, el de la gotita de sangre resbalando por la comisura del labio, el de la venganza, como en las telenovelas, ta ta ta tannnnn.
La reunión comenzó como siempre, a las 2:00 pm. Cómodamente ubicadas en nuestras butacas escuchamos la perorata del presidente. Al finalizar dijo, “Uka, procede con tu informe”. Esa fue la señal. Mientras hablaba sobre las incidencias mediáticas de la merenguera que trabajábamos en ese momento, dando un vistazo de refilón a los apuntes de mi libreta, comencé a rascarme la tota. Sí, la tota. Sorry, no hay manera que suene bonita la palabrita. ¡Y las otras sinónimas mejor ni las escribo!
Me rasqué. Y la sensación fue de triunfo. Casi de liberación. Pero yo tan así, tan al natural. Y ellos como mirando, pero sin mirar.
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Continuó la segunda mujer de la guerrilla, quien por cierto, es mi familia. Pasó revista por las presentaciones vendidas y de pronto, ¡zas! se rascó una teta. Lo hizo con fuerza, amortiguando una picazón simulada con una actuación que pudo haber ganado un Oscar. Entonces la tercera de nosotras interrumpió, hizo un comentario que no recuerdo, levantó sin pararse de la silla uno de sus musletes y se rascó el fondillo.
Y ellos, aquellos tres que valían por cinco y alguna más, se iban achicando, mientras las cabezas les daban vuelta como a Linda Blair en esa escena horrible de El Exorcista. No decían nada. Estaban mudos o no se atrevían, da igual.
El presidente, un poco nervioso pero disimulando, preguntó si había café. Y fue entonces cuando la asistente administrativa, muy servicial por cierto, se levantó y caminó muy coquetona ella, culipandeando hasta llegar a la puerta para abrirla, no sin antes sacarse un monumental colillón de sus nalgas orgullosas y respingadas.
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La actuación de la quinta de nosotras quedó frustrada cuando aquellos tres abrieron la boca a preguntarnos, entre gritos, cejas y ojos levantados, qué nos pasaba. Y nos servimos con la cuchara grande. Protestamos contra la rascadera de huevos como hoy lo hacemos por el IVU, con fuerza y coraje. El mensaje fue claro y concreto. Y por supuesto, nos reímos, nos atacamos hasta el borde del llanto.
No sé si hoy todavía se rascan en horario laboral. O si aprendieron la lección y lo hacen en la privacidad del baño, del carro, o de su hogar. Sólo sé que aquella fue una tarde gloriosa para nosotras. Estábamos en victoria. ¡Y nos sentimos más MACHAS que nunca!
Esta columna expresa solo el punto de vista de su autor. Uka Green es publicista y bloguera. Puedes contactarla a través de su página de Facebook: Uka Green o visita su blog Cincuentaytantos.