Vivo pegada a un pote de tinte de pelo. Parí mis gemelos a dos meses de cumplir los cuarenta y como se dice en americano, that’s why. En buen español: ese es el por qué. Así que cada tres semanas – y últimamente cada dos, carajo – me someto a esa tediosa ceremonia en la que me van partiendo el cabello en parcelitas que mojan con una pintura que en principio es gris, luego se torna negra y luego de un rato, gracias a Dios y a la ciencia, cambia al color que es.
En el proceso me voy convirtiendo en un erizo de puntas erguidas, orgullosas e impertinentes que finalmente se rinden ante el chubasco del restante tinte en la botella. Pero bueno, no me queda otra.
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Todo ocurrió un buen día de marzo. Me percaté de que algo faltaba en mi vida y de inmediato supe que estaba embarazada. Lloré como una becerra condenada a muerte, a un funeral en el congelador del supermercado y a un entierro en la mesa puertorriqueña. Lloré, lloré y lloré. Y mi esposo me miraba, me acompañaba, me pasaba la mano por la espalda…y mis hijas, de siete y ocho años entonces, me preguntaban si me dolía el estómago y me traían agüita.
Mis hijos se vieron en la primera cita médica, o sea, a las seis semanas de aquel día del llantén. El doctor me decía “son dos”, y yo le preguntaba si eran dos quistes. “No, no, que son dos”, y yo, de tonta, le cuestionaba si tenía un fibroma o una de esas cosas que me cuentan mis amigas y de las que he estado exenta toda la vida. “Que no, que no, que son dos niños”.
Morí. Vi la película de mi vida. Completita. Resbalé de culo por un túnel negro, contemplé escenas de mi niñez, me arrepentí de todos mis pecados y hasta pedí perdón. Entonces vi a mi marido agarrándose a la camilla, casi al punto del desmayo, con esos ojos grandes que luego de treinta años no sé si son realmente azules o realmente verdes, abiertos como dos focos redondos en busca de dirección.
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Y no lloré. No lloré porque se me habían acabado las lágrimas. Aún no sé qué era peor, si decirle a la gente que estaba preñá o decirle que la barriguita era de gemelos. Hubiera querido colgarme un letrero con la información para no contar más pero bueno, no lo hice.
El resto de la historia es una historia feliz. Llena de cansancio, pero feliz. Desfalcada en sueño, pero feliz. Repleta de ruidos, pero feliz. Pegada como lagartija a las preocupaciones, pero feliz. Sin calendarios y relojes, pero feliz. Atada a una estufa, pero feliz. De madrugones, pero feliz.
Ah, pero esta historia también es tierna, divertida, placentera, satisfactoria, emocionante, vibrante, aleccionadora, experimental y amorosa a la máxima potencia.
He vuelto a llorar como una becerra, pero de amor.
Vivo pegada a un pote de tinte de pelo, sí. Fumo, bebo, brinco, salto y me orino de la risa. ¿Acaso no es eso lo que se supone que hagamos las cincuentonas?
Esta columna expresa solo el punto de vista de su autor. Uka Green es publicista y bloguera. Puedes contactarla a través de su página de Facebook: Uka Green o visita su blog Cincuentaytantos.
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