Arlene y Dianne le metieron mano a aquel pollo con la pasión que distingue a las recién casadas, ya fuera guiadas por el deseo de prepararle un suculento plato a sus maridos o con el de practicar cómo partirles el pescuezo. En medio de aquella cocina, frustradas por no poder trozarlo, una agarró el pobre cadáver por la punta huesuda y redondita de los muslos y la otra por el pico triangular de las alas. Cada cual haló para su lado y esto es lo único que se sabe de este cuento porque de tal ataque de risa que les dio, el difunto pollo no se sabe dónde cayó.
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Y es que por amor se comete todo tipo de locuras en la cocina, ese recinto que lo mismo es santuario de sabores que laboratorio de olores. Mi santa madre, también recién casadita, le preparó a mi padre un arroz y habichuelas que resultó en una sambumbia incomible e impenetrable que posiblemente le costó el matrimonio. Echó en una olla el arroz, las habichuelas crudas y duras, (ojo, que entonces no existían las de lata y había que ablandar, pero ella no ablandó nada de nada), el sofrito, la sal, el aceite, el agua y la salsa. Sí, así mismo, lo echó todo junto, crudo, y lo movió. De aquel platillo rompe-dientes nunca se habló en la familia. Estaba prohibido. Hasta que a mi abuela se le escapó y a mi me pareció un cuento extraordinario en el que imaginaba que a mi padre, que tuvo cero presencia en nuestras vidas, se le rompieron un par de dientes masticando aquella pila de granos duros pero sazonados.
Por amor a una señora mayor, grande, gorda, canosa, dulce y vivaracha que se llamaba Mercedes y era más cubana que cualquier cubana, yo me comía, masticaba y tragaba unos dulces que ella preparaba para su nieta y para mí a los que llamaba melcocha. Doña Mercedes derretía el azúcar en una cacerolita vieja con un remeneo lento de cuchara. Y cuando los granitos formaban ya una pasta, le derramaba un chorrito de miel que mezclaba hasta convertirse en un sirop espeso color marrón. Con parsimonia y puntería Doña Mercedes extendía un papel de cera sobre un molde de aluminio colocado sobre la mesa y vertía aquel caramelo formando unas bolitas para las que no había mejor nombre que melcocha. El olor a dulce embriagaba, me hacía la boca agua, se me salían las babas. Aquella melcocha se engrampaba en los dientes y no había Dios que la quitara sin traerse de recuerdo uno de leche y dejando un boquete en el que jamás nacería el permanente.
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Mi suegra Haydée tenía para la cocina mano santa. En tiempos de bolsillo hueco servía la mesa más hermosa que nunca. Colocaba un platón con atún, tomates, cebollitas y lechugas, otro con arroz, su jarrita de agua y más tarde la gelatina. Mil veces nos preguntamos cómo diez personas comíamos hasta el asfixie de una sola y pequeña lata. Sería el amor.
Ese mismo amor me llevó una tarde a recoger almejas con mis hijos en la playa. Caminamos en la orilla doblados, en espera de que las olas se apartaran y atisbando las pequeñas conchas blancas, gris o de rayas para atraparlas con rapidez antes de que se escaparan. Poco a poco fuimos adquiriendo destreza, descubriendo que había que detectar los huequitos que quedaban tras la ola, enterrar nuestras manos de inmediato y sacarlas llenas.
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Entonces se me ocurrió abrir mi bocota y contarle a mis hijos de un arroz con almejas sabrosísimo que hacían en mi casa luego de una tarde en el balneario, con unos parientes españoles a los que les encantaba cocinar. Mmmmmm…. y mi bocota se abrió otra vez, “preparemos arroz con almejas”.
Cargamos los cubitos repletos de almejas hasta el apartamento de la playa, las sumergimos en agua para retirar la arena…
“Okey”, ¿pero las almejas de guisan, o se hierven?”
“Uf, déjame llamar a Gisselle”.
Gisselle, a la que ustedes conocen como cantante y yo como amiga, es una experta cocinera a la que no se le había ocurrido antes preparar arroz con almejas. “Pero voy para allá de inmediato y me llevo el caldero”. Así que apareció en mi puerta con un caldero casi más grande que ella y con la receta que le había dado por teléfono su mamá. Entre las dos preparamos un guiso exquisito con aroma a campo y a mar, al que le agregamos el arroz mientras nos relambíamos con el olor.
¡Listo! ¡Todos a comer! Y nos servimos… nos servimos como si fuera la última cena, la única oportunidad en nuestras vidas para comer. Culete en sofá, silla o toalla, justo frente al televisor y esperando un reality show, le metimos el diente todos a la vez a aquella belleza de arroz. Nos quedamos petrificados, todos con las bocas abiertas y por poco mellados al intentar masticar aquel arroz con concha casi piedra que por poco nos deja hasta sin muelas. El ataque de risa fue grupal, sonoro, a punto del ahogo. Arroz con almejas… ¡nunca más!
Allí en la playa tengo de vecina, justo al frente, a mi amiga Tere y a su hijo Sebastián. Tere y yo vamos a abrir un día de estos un restaurante, o mejor un come y vete. No, no, un come y quédate. En ese junte habrá una cláusula en letras bold que especifique que la única condición es que Tere en la cocina no haga nada, absolutamente nada.
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Una noche Sebastián, que es el niño con la mirada más profunda y coqueta que conozco, estando de visita en casa y al rato de jugar y jugar, me dijo que tenía hambre. Por supuesto que de inmediato le ofrecí comida, pero sólo me aceptó el arroz y me preguntó si tenía salsita, o sea, habichuelas. “Pues no tengo Sebastián, ¿qué hacemos?”
“Mi mamá tiene salsita”, me dijo con carita pícara y desbordante de orgullo. Así que de balcón a balcón le pedí a Tere, quien rápidamente me envió un bowl con la salsita que su hijo esperaba.
Calenté aquella sustancia acuosa y color marrón con olor a nada y la coloqué sobre aquel arrocito blanco que aplasté en una taza para que quedara como una montaña. Aquel fue el acto más puro y genuino de amor del que he sido testigo en todos los años de mi vida. Sebastián se comió aquella salsita con sabor a lata con un gusto que no he podido olvidar, chupándose y rechupándose los deditos en señal de que aquella era la mejor salsa… la de su mamá, coño, la de su mamá.
Esta columna expresa solo el punto de vista de su autor. Uka Green es publicista y bloguera. Puedes contactarla a través de su página de Facebook: Uka Green o visita su blog Cincuentaytantos.